Hace unos días el excelente escritor Francisco Blanco Prieto
escribía sobre la onerosa pérdida de aquella bendita costumbre de escribir
cartas, o sea, del “ayer recibí tu carta”. ¿Por qué debía de acabarse?
Estos días, sumergido en la lectura de la vida y obra del
“Gaudí de la Filología”, Ramón Menéndez Pidal, tuve la satisfacción de entrar
en aquel mundo del 98 en el que todos estaban entre todos a través de la
correspondencia.
Cartas con tal exquisitez que no era creíble que se dirigieran
a amigos con quienes acababas de tomar un café. Pero así transcurría la vida.
No había televisión y tampoco hacía falta. Si la conversación no había quedado
suficientemente clara, tomabas la pluma, no el bolígrafo, que hubiera sido una
vulgaridad para la época, y sellabas tu pensamiento para que quedara en tierra
firme y no se formaran tifones por una opinión de urgencia.
Era la carta. Es la
carta. Sobre todo cuando entras en ese mundo y te codeas con Rubén Darío, Juan
Varela, Gerardo Diego, Juan Ramón Jiménez, Menéndez Pelayo, Unamuno, y tantos
otros insignes como Ramón Menéndez Pidal. ¡Qué vida tan envidiable!
Hoy, viernes, 20 de junio de 2014, se recordará a don Ramón
en el Ateneo de Salamanca. Y la pregunta es clara: ¿Cómo condensar una vida tan
densa y centenaria? ¿Saliendo a la calle con un micrófono? “¿Qué le parece
Pidal, amigo?” “No jugó del todo mal”, contestaría alguno para que no le
llamaran ignorante en su ignorancia.
Somos conscientes de que necesitaríamos una semana de
ponencias en la que deberían sentarse los estudiosos más insignes de la Lengua.
Y para que los estudiantes desbordaran la sala, se habría de conceder algún que
otro crédito. Y no estamos para dispendios.
Hoy quien quiera disfrutar en el
Ateneo de los poemas de su sobrina Enriqueta o escuchar una semblanza de don
Ramón, se llevará la satisfacción de un recuerdo que nos trasladará a la
atmósfera de fines del XIX y principios del XX. Una España lejana pero
entrañable, donde el espíritu era carne en las cartas. Herían, te mojaban en
sangre o lágrimas, te abrazaban, llevaban esencias. ¡Qué tiempos que se fueron!
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