martes, 11 de febrero de 2014

TODO POR NUESTRA PRINCESA

Empezó a irnos mal cuando comenzamos a llamar chatarra a la calderilla. Ocurrió allá por el 2002, aquel día que dejamos de acostarnos con la peseta y amanecimos con aquellos convertidores a euros, ¿os acordáis?, sí hombre, tipo tamaño tarjeta, con los que estábamos felices de que por fin algo físico, tangible, hacía que nos sintiéramos europeos de verdad. Había nacido el euro. Y aquellos convertidores señalaban que el euro valía 166 pesetas. ¡Una pasta! Así anduvimos una semana, convertidor arriba convertidor abajo, hasta que nos dimos cuenta que aquello era un engorro. Entonces pasó lo que tenía que pasar, según los analistas conocían y lo callaban, o sea, la legendaria teoría de hechos consumados: nosotros no teníamos aquel convertidor para ir pegándonos con la gente, pues si algún artículo saltaba a los ojos “porque se habían pasao”, con no comprarlo bastaba. Y por el engorro que suponía, nadie se enfrentó contra el euro. Nos dejamos de tonterías y seguimos comprando de todo. Eso sí, pronto nos dimos cuenta que el mes se nos reducía y a veces el sueldo se quedaba en el día  veinticinco. Total que para pasar los cinco días restantes  había que pedir un préstamo, y ahí supimos que para los bancos la letra de imprenta era sagrada y cambiar las cláusulas o condiciones al gusto del cliente también era un engorro; así, con el notario allí delante, para qué íbamos a dudar de nuestro banco, cuando los pobres te estaban haciendo un favor. Además, a qué medio de comunicación se le escuchaba eso de “cláusulas abusivas”. ¡Paranoias! Nosotros volvíamos a casa tan contentos con nuestro crédito, aunque tuviera la forma de queso de “gruyère”: un agujero para la comisión de apertura, otro para la gestoría, otro para el notario, otro de impuestos, etc. ¿Pero qué importaba? Lo importante era que al fin íbamos a tener la cámara digital americana, la play station inglesa, el ordenador japonés, una televisión alemana último modelo, ¡con plasma!, y unas vacaciones que bien merecida la teníamos. Después, al volver de las vacaciones, nos dábamos cuenta que el préstamo lo habíamos pedido para llegar a final de mes ¡y encima había que pagarlo! Pero para no disgustar a la familia, ¡qué necesidad había de ello!, te acercabas nuevamente a la oficina bancaria y decías que te habías quedado corto, y nada, con una sonrisa encontrabas la comprensión del director que te solucionaba el problema: “le voy a dar una tarjeta con 5.000 euros de saldo. ¿Conforme?”. “Sí, gracias”. La tarjeta de los milagros. Hasta que pasaba el tiempo y como la vida estaba cada vez más cara y había que atender el pago del crédito y la tarjeta, que terminaba por agotarse, entonces la solución primera era Cofeedis, después la casa de empeño, etc. Todo se hacía por amor hacia los tuyos y a ser posible sin que se enterara tu “Princesa Cristina”. Y una cosa  traía la otra: echar unos euros a la máquina, a la primitiva, bonoloto, a lo que fuera, a ver si tenías algo de suerte, ¡que vaya racha!... Así fue pasando el tiempo hasta que nos enteramos que nuestra deuda era una miseria para lo que debía el Estado. Pero como nos hablaban de inflación,  balanza de pagos, deuda histórica y no sé qué otras monsergas, no nos enterábamos de nada. Ahí, en ese momento, bebimos la última copa, que para entonces éste era otro vicio, y al despertar de aquel mal sueño supimos que los países que le dejaban dinero a nuestros bancos lo hacían para que compráramos sus productos, con los que se hacían cada vez más ricos y a la par ganaban dinero a espuertas con los intereses de dichos préstamos. En resumen, un engorro: España ha sido un chollo pero ser español una desgracia. San Valentín nos perdone, Princesas.

Hoy martes lea mi artículo en http://www.salamancartv.com/contributorpost/a-veces-reciclo-sin-querer/, creo que lo disfrutará.

No hay comentarios:

Publicar un comentario