Empezó a irnos mal cuando comenzamos a llamar chatarra a la
calderilla. Ocurrió allá por el 2002, aquel día que dejamos de acostarnos con
la peseta y amanecimos con aquellos convertidores a euros, ¿os acordáis?, sí
hombre, tipo tamaño tarjeta, con los que estábamos felices de que por fin algo
físico, tangible, hacía que nos sintiéramos europeos de verdad. Había nacido el
euro. Y aquellos convertidores señalaban que el euro valía 166 pesetas. ¡Una
pasta! Así anduvimos una semana, convertidor arriba convertidor abajo, hasta
que nos dimos cuenta que aquello era un engorro. Entonces pasó lo que tenía que
pasar, según los analistas conocían y lo callaban, o sea, la legendaria teoría
de hechos consumados: nosotros no teníamos aquel convertidor para ir pegándonos
con la gente, pues si algún artículo saltaba a los ojos “porque se habían
pasao”, con no comprarlo bastaba. Y por el engorro que suponía, nadie se
enfrentó contra el euro. Nos dejamos de tonterías y seguimos comprando de todo.
Eso sí, pronto nos dimos cuenta que el mes se nos reducía y a veces el sueldo
se quedaba en el día veinticinco. Total que
para pasar los cinco días restantes
había que pedir un préstamo, y ahí supimos que para los bancos la letra
de imprenta era sagrada y cambiar las cláusulas o condiciones al gusto del
cliente también era un engorro; así, con el notario allí delante, para qué
íbamos a dudar de nuestro banco, cuando los pobres te estaban haciendo un favor.
Además, a qué medio de comunicación se le escuchaba eso de “cláusulas
abusivas”. ¡Paranoias! Nosotros volvíamos a casa tan contentos con nuestro
crédito, aunque tuviera la forma de queso de “gruyère”: un agujero para la
comisión de apertura, otro para la gestoría, otro para el notario, otro de
impuestos, etc. ¿Pero qué importaba? Lo importante era que al fin íbamos a
tener la cámara digital americana, la play station inglesa, el ordenador
japonés, una televisión alemana último modelo, ¡con plasma!, y unas vacaciones
que bien merecida la teníamos. Después, al volver de las vacaciones, nos
dábamos cuenta que el préstamo lo habíamos pedido para llegar a final de mes ¡y
encima había que pagarlo! Pero para no disgustar a la familia, ¡qué
necesidad había de ello!, te acercabas nuevamente a la oficina bancaria y
decías que te habías quedado corto, y nada, con una sonrisa encontrabas la
comprensión del director que te solucionaba el problema: “le voy a dar una
tarjeta con 5.000 euros de saldo. ¿Conforme?”. “Sí, gracias”. La tarjeta de los
milagros. Hasta que pasaba el tiempo y como la vida estaba cada vez más cara y
había que atender el pago del crédito y la tarjeta, que terminaba por agotarse,
entonces la solución primera era Cofeedis, después la casa de empeño, etc. Todo
se hacía por amor hacia los tuyos y a ser posible sin que se enterara tu “Princesa
Cristina”. Y una cosa traía la otra:
echar unos euros a la máquina, a la primitiva, bonoloto, a lo que fuera, a ver
si tenías algo de suerte, ¡que vaya racha!... Así fue pasando el tiempo hasta
que nos enteramos que nuestra deuda era una miseria para lo que debía el Estado.
Pero como nos hablaban de inflación, balanza de pagos, deuda histórica y no sé qué
otras monsergas, no nos enterábamos de nada. Ahí, en ese momento, bebimos la
última copa, que para entonces éste era otro vicio, y al despertar de aquel mal
sueño supimos que los países que le dejaban dinero a nuestros bancos lo hacían
para que compráramos sus productos, con los que se hacían cada vez más ricos y
a la par ganaban dinero a espuertas con los intereses de dichos préstamos. En
resumen, un engorro: España ha sido un chollo pero ser español una desgracia. San Valentín nos perdone, Princesas.
Hoy martes lea mi artículo en http://www.salamancartv.com/contributorpost/a-veces-reciclo-sin-querer/, creo que lo disfrutará.
Hoy martes lea mi artículo en http://www.salamancartv.com/contributorpost/a-veces-reciclo-sin-querer/, creo que lo disfrutará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario