A veces la gente actúa con mucha frivolidad a la hora de nombrar personas para el Comité de los Trabajadores. Conocí un caso, allá por los años 80, en una empresa de no pocos empleados, que cuando trataron el tema de nombrar un Comité, la gente se lo tomó a chusma, y el que más y el que menos decía: “si eso no vale para nada, con que esté el más tonto de presidente, ya es suficiente”. Pues dicho y hecho: eligieron al mismísimo Claudio, aquel emperador romano que por sus deficiencias motoras, tartamudez y aspecto de bobo no le prestaron atención ni para matarlo, pues un tipo así jamás sería emperador, y por ironías del destino lo fue, y aunque señalado por todos como una persona manejable, se descubrió como un ser avispado que rompió con las costumbres despóticas. Esto también ocurrió con aquel presidente de Comité de los ochenta, al que, por una parte, comenzaron a mirarlo con recelo los jefes y, por otra, dejó de ser el bufón de los propios compañeros, ya que no existe nadie más molesto que quien toma la verdad y la planta encima de la mesa. Al poco tiempo, nadie prestaba atención a sus taras. Y una vez hubo puesto orden en la misión que le había sido encomendada, en nada se sintió imprescindible, dimitió cuando se dio cuenta que lo mejor de los comités era oxigenarlos cada cierto tiempo. Tres años estuvo en el cargo y él decía que dos ya hubieran sido suficientes. Fue reconocido por todos, hasta por la propia empresa. Su pensamiento no era otro que el de ser consciente que nada bueno se puede esperar de un Comité que se enquista en el cargo a merced de la corriente. ¡Cuántos barcos no se van a pique por no repartir bien su mercancía!
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