Por mucho hermoseo con el que se adorne una idea, por ingeniosa que nos parezca una metáfora, por valiente que sea la desnudez del pensamiento, nadie podrá competir con ese aforismo que consagró a un autor y que cabalga de generación en generación. Me gusta verlos en Facebook detrás o delante de mis escritos, pero me abruman. Yo no puedo batirme con esas reflexiones que en tantos casos han sido la razón de toda una vida, y por demás, ganarlos, pero sí puedo aprender de ellos a sintetizar mi pensamiento. Facebook es un escenario maravilloso donde un espontáneo tiene la oportunidad de echarse al ruedo y equivocarse. Y muchos días será feliz, pero nadie podrá decir que fue feliz toda la vida, porque nadie se muere de sano. “¿Pero qué es lo que le pesa a éste?”, se preguntarán algunos. “Será que está triste como Ronaldo”, dirán otros. No, nada de eso, me pesa la impulsividad, ese deseo irrefrenable de decir con rapidez lo que siento, cuando lo más urgente para un escritor es administrar la espera. En mi artículo anterior me sobraron varios cristos y me faltó dar el cambio a “una mujer que le daba goce al cuerpo” por “una mujer con mucho amor propio”. Ahora padezco envidia de la mala, envidia de los grandes y de los buenos poetas, pues la frase la tuve en la punta de la lengua y la dejé volar por barroca. Quizá Cela, tan prosaico, pero tan curtido en asuntos sexuales, diría: “Así lo escribí y así queda escrito.... Y no duden que yo soy experto en lenguas…”.
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