Faltaban 35 minutos para el final de la final de la Eurocopa, España ganaba 2-0, y también era el final de mi jornada de trabajo y, como cualquier español-español, no quería perderme, al menos, un cuarto de hora de partido. La radio bramaba, noventa años sin ganar a la poderosa Italia y estábamos a punto de hacerlo con suficiencia. La calle estaba vacía, de gente y de coches, sólo me crucé con un enorme autobús, que parecía más grande porque no llevaba pasajeros. Esto es el fútbol, deporte que concita sentimientos como si estuviera la Patria en juego. Llego a casa atropellándome, aún quedan veinte minutos para disfrutarlos ante el televisor, ¡y vaya que los disfruté!, España marca un tercer gol por un pase interior, rotulado, hacia Torres, que no desaprovecha. ¡Gol, gol, gol, gol! El equipo ‘azurri’ está desarbolado, sin ideas, pero no porque no las tenga, sino porque la genialidad de ‘La Roja’ es superior y no le deja pensar, y así llega un nuevo tanto, que sería el cuarto y definitivo, obra del único secreto por el que tanto se preocupan sus rivales, ese gol fue el gol de la generosidad, del juego en equipo: el “niño” Torres lo necesitaba para ser máximo goleador del torneo y, sin embargo, aunque él estuviera en una situación inmejorable para marcar, le dijo a Mata “toma, mételo tú”. Una vez terminó el partido, después de ayudar a Íker a levantar la copa, que ahí empujamos todos los españoles, recordé la foto que el día anterior me mandó un amigo mío del Facebook de sólo un añito, quien se había puesto una camiseta con los colores de Italia y España y esta inscripción: “Yo siempre gano”. Es verdad. “¡Enhorabuena, campeón! Hoy lo eres con la ‘La Roja’ por tu mami y con ‘la Azulona’ por el Señorío demostrado por los compatriotas de tu papi”. ¡¡¡Forzza Italia!!!
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