lunes, 30 de enero de 2012

Arte singular

Salamanca, 30 de mayo de 1981, fue una fecha que no se olvidará en mi particular calendario, aquel fue el día que elegí estas tierras para quedarme, tenía entonces 28 años y me acompañaban en la aventura: dos parejas de amigos, Toñi mi esposa y una hija de 19 meses, salmantina de hecho. Hasta entonces había visitado Salamanca como la visitan los madrileños: para conocer su embrujo; pero Salamanca no la elegí, fue Salamanca quien me atrajo. Aquí nació mi segunda hija al poco tiempo, salmantina de hecho y de derecho. Y desde entonces han pasado 30 mayos paseando por la plaza. Recuerdo que muchas veces tomábamos una cerveza en los soportales exteriores, enfrente del mercado, para dar propinas al dueño de “La Covachuela”. Sí, ese era el pago para disfrutar de todo un artista. Esperábamos un ratito hasta que tuviera unas cuantas monedas en la bandeja y las niñas estaban expectantes para ver uno de sus juegos malabares. Antonio, éste era su nombre, se colocaba fuera de la barra entre los clientes y con su inseparable bandeja siempre estaba presto a colocar en ella todas las propinas que le dieran, pesetas y duros, para después montarnos uno de sus números tirándolas todas juntas a una altura de un metro y hacerlas caer, obedientes, hacia uno de los bolsillos de su chaquetilla blanca. No recuerdo que se le cayera jamás ninguna. Antonio hará unos quince años que falleció, pero seguro que por su arte habrá quedado en el recuerdo de mucha gente. Aquello sí era arte, un arte original, un arte menor, como esos versos que no llegan a ocho sílabas, que no por ello sean de menor arte y sí a veces de mayor grandeza; arte efímero el de Antonio, que se marchó con él y que no ha tenido imitadores. Muy distinto al “arte sin arte”.

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