miércoles, 3 de julio de 2013
EL TRASTERO
Ayer tocó zafarrancho de trastero. Mi intención, como
siempre que he dedicado tiempo a este menester, era tirar todas las cosas inservibles
que no las hubiera echado de menos en los últimos tiempos, ya que ello
significaba que no las necesitaba para vivir. Se tirarían y no pasaba nada. Así
de fácil. Me puse el mono para bucear por entre las telarañas y horas después
no había prescindido de nada. Un tiempo que lo había empleado en dar vida a
esos objetos que cayeron en aquel lugar “por si acaso”, pues algún día podía
arreglarlos y “menudo ahorro”. Y allí me esperaba un reloj de mesa, ni siquiera
de cuco, que dejó de funcionar a las cinco de la tarde de un día cualquiera,
precisamente a las cinco de la tarde, Federico; un paraguas de los de toda la
vida, como un seiscientos, sin nada de embellecedores, a lo Gene Kelly, que puede
ser que lo necesite para bailar bajo la lluvia. Y así fui paso a paso en
conversación silenciosa con cada objeto (fotos de antepasados, algunas
revistas, un bastón del abuelo, cuadernos de colegio, juguetes supervivientes …)
hasta comenzar a darme cuenta de que no era, ni mucho menos, un Diógenes al que
los bomberos le visitan con la pala y le dejan la vivienda para comer en el
suelo, sino algo mucho peor, el caso de un
sentimental que tiene el trastero como templo para guardar la melancolía. Y
esto se transmite a los herederos. No obstante, mi consuelo está en el mal de
muchos. Es más, habrá quien tenga un Goya en el trastero, aunque no me refiera
a los cuadros de don Francisco, sino a esos cabezones que dio la Academia de
Cine a un José Luis Vázquez en disputa, por ejemplo, o un Oscar de los que,
pasados de moda, qué mejor que un sitio así para dejarlos, o los trofeos de
D´Stéfano, de los que nada se habla en la dote de su casorio. Si lo piensas
bien, don Camilo, lo mejor es que te den un Nobel, que va directamente al
banco, aunque no de manera preferente.
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